El Espíritu Santo es poco conocido en el
Antiguo Testamento, sin embargo fue partícipe de la creación como lo leemos en
el Génesis: “La tierra estaba desordenada y vacía, las tinieblas cubrían la faz
del abismo, y el espíritu de Dios se movía sobre la superficie de las aguas.”
(Génesis 1,2), dio vida también al hombre: “Entonces Yahveh Dios formó al
hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó
el hombre un ser viviente” (Génesis 2,7).
Gracias a la acción del Espíritu Santo todos
los profetas hablaron de parte de Dios denunciando los pecados y haciendo
prodigios como lo leemos en Ezequiel: “El espíritu de Yahveh irrumpió en mí y
me dijo: «Di: Así dice Yahveh: Eso es lo que habéis dicho, casa de Israel, conozco
bien vuestra insolencia” (Ezequiel 11,5), aunque actuaba desde entonces no era
muy conocido.
Fue con la venida de Jesús y
específicamente después de su ascensión cuando el Espíritu Santo es revelado y
pasa a jugar un papel protagónico en la iglesia de Cristo, fue la promesa hecha
por Jesús a sus apóstoles como lo leemos en Hechos: “Mientras estaba comiendo
con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la
Promesa del Padre, «que oísteis de mí: Que Juan bautizó con agua, pero vosotros
seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días». (Hechos 1, 4-5)
En el evangelio de san Juan, Jesús describe
la obra del Espíritu Santo en la iglesia y su papel: “Pero cuando venga el
Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual
procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí.” (Juan 15,26).
Un episodio muy importante que refleja la
importancia del Espíritu Santo, es el sucedido después de pentecostés cuando
san Pedro lleno del Espíritu Santo sana enfermos y su predicación convierte
a muchas personas: “Los que recibieron
su palabra se hicieron bautizar; y ese día se unieron a ellos alrededor de tres
mil.” (Hechos 2, 41)
Por tanto, el Espíritu Santo es parte
fundamental de la vida cristiana, sin Él nuestra vida es árida, reseca, sin
fuerzas para realizar la misión que Dios nos ha encomendado, pidámoslo todos
los días para que nuestra vida dé frutos agradables a Dios.
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