La autoridad es una diakonia, un servicio
de amor y de comunión, debe tomar el estilo de Jesús de abajamiento y de buen
pastor, que da la vida por sus ovejas. La autoridad se debe utilizar no para
destruir sino para edificar, como lo expresa san Pablo en la segunda carta a
los corintios: “No es que pretendamos dominar sobre vuestra fe, sino que
deseamos contribuir a vuestro gozo, pues os mantenéis firmes en la fe” (2 Cor
1, 24; 13,9).
Jesús nos dio ejemplo de cómo se debe
ejercer la autoridad, siendo de condición divina, se abajó para servir, por
tanto, ninguna autoridad en la iglesia podrá hacer el camino inverso: alzarse
para dominar. Como lo dice san Agustín: “Aquel que os preside no se considere
feliz por la potestad dominante, sino por la caridad servicial” (Regla XI).
La autoridad es un servicio de amor a los
hermanos, como lo dijo Jesús: “Yo estoy entre ustedes como el que sirve” (Lc
22, 27), por eso la misión de los discípulos es servir hasta hacerse esclavo de
los demás. Los que presiden las comunidades no deben asumir títulos que los
sitúen por encima de los demás. El ministerio no es una dignidad, sino un
servicio.
Ninguna lógica humana concluirá que los
últimos serán los primeros o que “el que es más grande, que se comporte como el
menor, y el que gobierna, como un servidor” (Lc 22, 26), y que “el que quiera
ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero,
que se haga servidor de todos” (Mc 10, 43-44). Esta es la lógica de Dios que
está por encima de la lógica humana y siempre está mediada por el amor. Vivamos
entonces la autoridad como nos lo enseña el evangelio para instaurar el Reino
de Dios en nuestras vidas.
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